
Me permito traer a este blog una noticia , probablemente desconocida por la gran mayoría de ciudadanos. Es ésta: la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), que agrupa a los 30 países más ricos de la tierra, ha elaborado recientemente un informe en el que dice que en América Latina hay que repartir la riqueza generada por la bonanza económica, una bonanza que ya dura unos cuantos años. Es más, dice que ese reparto de riqueza ha de ser justo, porque de no hacerse así, el desencanto de la población podría afectar a su confianza en la democracia.

¡A buenas horas mangas verdes!
Lo cierto es que en encuestas recientes, los ciudadanos latinoamericanos que creen que la democracia es mejor que cualquier otro sistema político no llegan al 60%. Dicho de otro modo, un 40% opina que la democracia no sirve para organizar una sociedad de ciudadanos (y no de súbditos). Lo cual es grave.
¿Por qué será que los de la OCDE caen ahora del burro? ¿Tal vez porque en 2007 (en pleno siglo XXI, habiendo entrado en el tercer mileno de nuestra era) más de 200 millones de latinoamericanos viven en la pobreza (como el 40 ó 45% de la población)? Y eso, por más que en los últimos años, efectivamente, la región haya experimentado un fuerte crecimiento económico.

Bien venidos los genios de la OCDE al territorio de la gente que piensa y no se engaña. ¿Han necesitado veinte años de capitalismo neoliberal feroz para darse cuenta de que algo no funciona en el que pretenden el mejor mundo posible?
¿Y no se han parado a pensar qué relación pueda haber entre esas cotas de inicua desigualdad y pobreza y su malhadada política económica, que consideran dogma indiscutible? Pues deberían tomar nota de que el aumento de los índices de desigualdad se dispara precisamente cuando empieza el nefasto dogma neoliberal, el mal llamado ‘consenso de Washington’.

¿De qué desigualdad hablamos? Pues de una minoría forradísima, una mayoría que va tirando como le dejan y otra mayoría –los pobres- que las pasa como Caín. ¿Será casualidad?No, no lo es. En los veinte años mal contados que dura la imposición autoritaria de las directrices del ‘consenso de Washington’* hemos ido de mal en peor, incluidas tres crisis financieras considerables (por lo menos) que han perjudicado a millones de ciudadanos del mundo. De la última, por cierto, (la hipotecaria, originada en EEUU) aún no hemos salido.

Y todo ello con el agravante de que los corifeos, voceros y predicadores de tan nefasta visión del capitalismo (la neoliberal), como grandes medios de comunicación, líderes o presuntos lideres de opinión, cada vez caen más en el gravísimo error de asociar tan criticable sistema económico (que tan dolorosos resultados origina) con el sistema democrático, como si fueran consustanciales. Y nada más lejos de la verdad.
No sólo no es verdad, sino que democracia, además de votar a quien ejerza algún poder en un país, es respeto sin concesiones de los derechos humanos de los ciudadanos. Y un derecho irenunciable es la liberación del hambre y de la miseria, como formula el filósofo Emilio Lledó. Por tanto, si un sistema económico (el neoliberal, por ejemplo) provoca que muchos ciudadanos no puedan emanciparse de la pobreza, no sólo no puede asociarse automáticamente a la democracia sino que es antidemocrático.

Hace unos pocos años, un ex presidente del Banco Mundial, James Wolfensohn, dijo que había que “enterrar el Consenso de Washington”, a la vista de los resultados de su aplicación, e incluso el Foro de Davos (la reunión informal anual de los más ricos del mundo) reconoció en una pasada edición que “cada país debe aplicar la política económica y social que le convenga”, desautorizando el nefasto dogma del citado 'consenso'. Lo malo es que, cuando se dijo tal cosa en voz alta, fue con la boca pequeña. Para entonces ya se habían urdido poderosos intereses y cuajado indecentes alianzas que han generado y generan beneficios obscenos, casi pornográficos, a los que una minoría no está dispuesta renunciar. Una minoría muy minoritaria que controla el 80% de la riqueza de la Tierra.

Por eso, la liza continúa. Salvo que aceptemos el suicidio más o menos lento de la Tierra (y de los que la habitamos), que es lo único que tenemos con certeza: la vida y la Tierra. Y no me refiero específicamente al cambio climático, que también.
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El ‘consenso de Washington' lo forman diez directrices: Disciplina fiscal (pero no cesan de rebajar los impuestos a los más ricos). Reordenamiento de las prioridades del gasto público (que en estos veinte años casi siempre ha significado recortes sociales). Reforma Impositiva (lo que les decía, que los ricos cada vez paguen menos). Liberalización de las tasas de interés (que a menudo se traduce en que las grandes corporaciones financieras y bancos hagan los que les de la gana donde les de la gana). Una tasa de cambio competitiva (y ahí está el Banco Central Europeo obsesionado con la inflación y jorobando a ciudadanos más pequeñas y medianas empresas con su empecinamiento en no bajar los tipos de interés). Liberalización del comercio internacional (que significa que los países empobrecidos abran sus fronteras comerciales a los productos y servicios de los países ricos, pero no al revés. Liberalización de la entrada de inversiones extranjeras directas (¿necesitan alguna aclaración más respecto a este mandamiento de cumplimiento obligado?). Privatización (es decir que todo lo que sea público, estatal, es decir de todos, pase a ser de unos pocos). Desregulación (o sea, ninguna norma ni control para los grandes capitalistas financieros del mundo). Y, derechos de propiedad (ahí tenemos la salvajada de los derechos de propiedad de patente por algunas grandes compañías farmacéuticas, lo que ha perjudicado a muchos cientos de miles cuando no millones de enfermos).