Leo en la prensa que “Bush refuerza la presión militar sobre Irán. EE UU aumenta su despliegue naval en el golfo Pérsico como advertencia al régimen de Teherán”. Genial. El amigo Georges Walker (Bush para el resto del mundo) no aprende ni a tiros, y nunca mejor dicho. Enzarzado en el lío de Irak, del que es incapaz de salir bien parado, ya prepara con entusiasmo y evidente memez el próximo cataclismo irresoluble. No sé si alguno de sus consejeros (que, por lo visto, merecen ser despedidos) le ha advertido de que con Irán en manos de los más reaccionarios musulmanes que corren por ahí, se arriesga a tener otro Vietnam, pero multiplicado por cuatro. Y uno se pregunta, además de los intereses económicos (a menudo tan ilegítimos y obscenos), ¿qué impulsa con tanta fuerza a cometer tan ingentes majaderías que tanto dolor y sufrimiento causan? ¿La vanidad? ¿Un trauma infantil porque papá no nos quería bastante y prefería a los hermanitos? ¿Haber querido ser siempre más altos y más guapos? ¿Haber querido tener un pene más largo y grueso? Lo cierto es que los seres humanos (especialmente los varones) nos las pintamos como perpetradores de las más notables estupideces, de las más increíbles cabronadas y de las más sonoras injusticias.
En el caso de Georges Walker me da en la nariz que hay un problema previo de reducido coeficiente intelectual, posiblemente agravado por su desmedida y pasada afición al etanol que, como es sabido, suele dejar algún que otro daño cerebral. Está documentado que el bueno de Bush junior fue un empresario infame que fastidió todo lo que intentó hasta que los amigos de papá (como el señor Dick Cheney, hoy su corrupto vicepresidente) iban y le salvaban de la quema. Y como era un pésimo empresario, quiso probar como presidente.
Eso es lo grande de la democracia, que sobrevive a los más grandes necios, a los iluminados y a los sinvergüenzas. No les daré nombres, pero, hagan como si jugaran en aquel famoso concurso, el "Un dos tres", y por un euro digan mandatarios de los últimos treinta años que no han logrado arruinar del todo a sus países ni hacer desaparecer los sistemas democráticos por más que no les ha faltado empeño.
Al sistema democrático le pasa como creyó intuir aquel escritor británico (no recuerdo si Graham Greene o Woodehouse) que se convirtió al catolicismo y, al ser interrogado por las razones de su decisión, explicó que escuchó el sermón de un cura católico y, tras oírlo, concluyó que el catolicismo tenía que tener protección especial de Dios para sobrevivir a majaderos como aquel presbítero. Pues a la democracia le pasa tres cuartos de lo mismo. Si sobrevive (en ocasiones aguachinada o descafeinada, cuando no francamente puteada), tal vez sea por ser el sistema político menos malo que se nos ha ocurrido hasta la fecha a los mequetrefes de los seres humanos. Lo que sucede es que pocos se la creen de verdad y se tiende a utilizarla según a uno le convenga y cuando se necesita; un poco como ir de putas. Y, para ser sinceros, queda camino por recorrer para que lo que significa ‘democracia’ (poder o gobierno del pueblo, aunque yo prefiero hablar de ciudadanos y ciudadanas) sea una realidad. Por ejemplo, democracia no es sólo votar cada cuatro años; por supuesto que no, con el agravante de que hemos llegado a un punto en el que no se puede optar al poder político si no se tiene mucho dinero para pagar las carísimas campañas electorales (caso evidente de EEUU) o te aceptan en un club muy selecto y restringido (la llamada clase política, concepto antidemocrático donde los haya), que es lo que sucede (con algún matiz que otro) en la vieja Europa.
En la excelente película del realizador argentino Adolfo Aristarain “Lugares comunes” (una brillante reflexión sobre la lucidez como condena y necesidad), el personaje que interpreta estupendamente Federico Luppi, cuando muestra su desencanto, su decepción por como han ido las cosas, dice: “yo me quedé en mil siete 89”, que es como dicen los argentinos los números de los años. Se quedó en 1789, año en el que se inició la Revolución Francesa, en los ideales de aquella revolución.
¿Tiene razón el personaje de Luppi? Aún estamos algo lejos de tomarnos en serio lo que significa democracia. Me da que muy a menudo nos quedamos en el ritual, en la liturgia y, tal vez, en la oratoria, gestos incluso, pero democracia a fondo, poder de los ciudadanos y ciudadanas, imperio de los derechos humanos...
viernes, 22 de diciembre de 2006
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