domingo, 3 de diciembre de 2006

Por nuestro bien

“Niño, no se debe mentir”, le dice el papá a su retoño y le castiga por haber mentido. "¡Me has mentido!”, protesta airado y con lágrimas en los ojos el amante engañado a su amada, saliéndoseles los ojos de las órbitas. “Si me mientes, te vas a enterar” amenaza quién sea al sujeto sobre el que cree tener poder. Y es que mentir está muy feo, de verdad. Mentira: Expresión o manifestación contraria a lo que se sabe, se cree o se piensa. Mentir: decir lo contrario de lo que se sabe, se cree o se piensa con intención de engañar a otro.
Sí que parece feo lo de mentir, pero hay que reconocer que en estos días la mentira ha sido elevada a los altares por el procedimiento de urgencia sin pasar previamente por la beatificación. Mintió Bush (muy chapuceramente, por cierto) para poder invadir Irak; mintió Ánsar, empeñado en cargarle el muerto del atentado del 11 de marzo en Madrid a los descerebrados de ETA (porque le convenía o tal creía); mintió el señor Zaplana cuando aseguraba que está en política por España (cuando corre por ahí una cinta en la que se le escapó que está para forrarse); miente Puttin cuando dice no saber nada de los asesinatos del ex agente secreto ruso Alexander Litvinenko ni de la periodista rusa Ana Politkovskaia. Miente Berlusconi cuando niega haber sobornado a jueces… Podríamos continuar, pero no quiero cansarles ni hastiarles.
¿Acaso no nos educaron en el rechazo a la mentira? Sí, así fue; debíamos huir de la mentira como de la peste y amar la verdad, pero lamentablemente eso era mentira.
La veneración por la verdad sólo se proclama en el escenario del teatro que es el mundo y, aún mejor, en el proscenio, que es la parte del escenario más próxima al público, donde hay más luz, donde se colocan los actores y actrices para saludar al respetable tras la función. Pero tras las bambalinas, tras los forillos, tras los decorados, ahí es otra cosa. Ahí se miente hasta el agotamiento, hasta la pornografía, hasta el aburrimiento. Mentira y falacia se entronizan. Se sacraliza y se hace crónico el engaño como una de las bellas artes para jorobar al prójimo. El actual imperio de la mentira es rechazable no sólo por razones morales, que también, sino porque afecta a nuestra vida concreta y cotidiana, y puede hacer que sea un poco más asquerosa si cabe, aunque una legión de mentecatos y mequetrefes crean que eso no tiene la menor importancia.
El filósofo italiano Paolo Flores D'Arcais dice que ir contra la verdad es ir contra la democracia y que ambos son indicadores inversamente proporcionales. Dicho de otro modo, la aceptación de la mentira en los asuntos que afectan a todos (que eso es la puñetera política y no otra cosa) o la derrotada resignación ante la mentira y la falacia son un termómetro de la casta, del pelaje y de la calidad de una democracia concreta. Ahora que está tan de moda hablar de la “calidad de vida” (expresión cursi e incompleta donde las haya), sería más propio exigir una alta calidad de la democracia. Joaquín Estefanía, que fuera director del diario “El País”, asegura que “la democracia es incompatible con la mentira en política. El político que miente es enemigo de la democracia, aunque lo hayan elegido democráticamente”. Y, mire usted, estoy completamente de acuerdo.
¿Y a quién le interesa este rollo de mentira y política? A todo hijo de vecino, porque si nuestros representantes en el Parlamento y el Gobierno (los políticos profesionales)van a los suyo y no a lo nuestro, si mienten y nosotros no nos inmutamos, las cosas irán cada vez peor para nosotros, los ciudadanos sin inmunidad parlamentaria ni cobertura financiera. Y ni siquiera les hablo de ética, pues eso ya sería para nota, no; les hablo de supervivencia digna, suficientemente digna. Para que se entienda, cuando un ser humano dice que “pasa de política” está diciendo algo así como “soy un majadero que no se preocupa un carajo de lo que necesita, que no se preocupa por lo que le interesa”, porque lo que es cierto (¡la Biblia, diría!) es que la política nunca pasará de él. Que los pisos sean inalcanzables para unos ingresos medios tiene que ver con la política; que los impuestos sean poco progresivos e injustos tiene que ver con la política; que las mujeres puedan llegar a cobrar lo mismo que los hombres por el mismo trabajo (algo que no ocurre)tiene que ver con la política; que los salarios avancen como caracoles asmáticos en tanto que los precios y los costes suben como la espuma, tiene que ver con la política; que los jóvenes puedan tener un trabajo con contrato indefinido y un salario decente (no para tirar cohetes, sólo decente), que les permita proyectar y planificar su vida, tiene que ver con la política; que mueran violentamente más o menos mujeres a manos de sus parejas o ex parejas tiene que ver con la política; que deje de haber ocho millones de pobres en España, de los que un elevado porcentaje son pobres severos tiene que ver con la política; que uno deba esperar meses para una prueba médica que permita diagnosticarle y tratarle, tiene que ver con la política… Ahora bien, si uno en su inmensa candidez concibe la política como la liga de fútbol, donde uno es del PP, el otro del PSOE, el de más allá de CiU, de Izquierda Verde o de la Chunta Aragonesista, como el que es del Madrid, del Atlético, del Barça, del Getafe o del Zaragoza, pues entonces apaga y vámonos, y a esperar que todo vaya cada vez peor. Éste es el juego de la cuerda, hermano, en el que dos equipos tiran de los dos extremos de una gruesa estacha. La cosa es que si un equipo afloja, el otro lo arrastra sin dificultad. Si los ciudadanos y ciudadanas aflojamos en nuestras exigencias, en nuestras reivindicaciones, en nuestra participación política, harán de nosotros lo que les salga de donde sea. Y no se trata sólo de votar cada equis años,que también.
¿Hay remedio? Claro, lo primero, no dejar pasar ni una en cuanto a mentira, a faltas a la verdad a nuestros queridos representantes políticos. Y, para que se enteren los neofraquistas camuflados o maquillados de demócratas de última hora y no se llamen a engaño, este escrito no es un ataque contra Zapatero, aunque a él también haya que controlarlo como político que es. No espero que los ciudadanos y ciudadanas asaltemos el Palacio de Invierno ni que tomemos la Bastilla (aunque tampoco estaría mal); sólo que actuemos como ciudadanos, que en un sistema democrático son los dueños de la política. En democracia, ciudadano, ciudadana, es el título más noble de un ser humano. Sólo sobre el papel, me dirán los escépticos. Cierto, pues hagamos que sea verdad también en la vida. Por nuestro propio bien.
Mi antiguo compañero de estudios periodísticos, Antonio Galeote, ha escrito recientemente que “la contaminación, la corrupción mental, empiezan en las palabras, en el lenguaje. Los terroristas –por ejemplo- ganan sus batallas cuando consiguen que se les califique de soldados y, en cambio, se llame terroristas a los resistentes. Los terroristas empiezan a ganar cuando se acepta que a la agresión se le llame defensa y a la defensa, agresión. Las palabras son importantes. No son lo único, pero son muy importantes. Son el primer paso para la comprensión. Porque, si no se llama a las cosas por su nombre, estamos perdidos.” Ese es el valor de las palabras. Y la mentira no es otra cosa que el lenguaje como trampa, como instrumento de miseria moral, como herramienta de engaño y de algo más: jorobarnos para el beneficio desmadrado o la satisfacción de una minoría.

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